Agnes era una mujer solitaria y decepcionada con la vida. Lejos de ser feliz.
La esperanza de
sentirse satisfecha en su trabajo había perdido llama. Incluso podía decirse
que ya no existía ni un ápice de ilusión en sus quehaceres laborales. De la
fuerza con la que había terminado su carrera de Periodismo, pasó a la apatía de
un trabajo rutinario desengranando noticias de segunda para un periódico local.
Su fulgor fue desapareciendo tras el muro de negativas de su jefe a proyectos
ilusionantes. “10 años perdidos” - pensaba ella.
Apenas había
traspasado los 30 y ya sentía una profunda desazón por su vida cotidiana.
Amaneció fría y
brumosa la mañana de Septiembre de 1996 en que Agnes fue a visitar a su abuela
Julia a la residencia de tercera edad en la que estaba ingresada. Hacía un año
que diagnosticaron a la anciana mujer un inicio de Alzheimer. Si bien tenía una
evolución lenta, ya había hecho mella en ella, y Agnes era su única nieta.
Julia estaba siempre
sentada junto a otro anciano con el que charlaba amigablemente, a pesar de no
acordarse de la mayoría de conversaciones que mantenía con él, sí aparentaba
tenerle cierto afecto. Al menos así recordaba Agnes las visitas que le hacía a
su abuela, siempre acompañada de este desconocido y, de tantas veces que lo
había visto, ya familiar amigo.
Por lo general, este
señor se levantaba de su silla nada más ver a Agnes entrando por la puerta. Se
incorporaba lentamente y desaparecía sigilosamente por la puerta que daba al
jardín.
Fue distinto esa
mañana. El señor permaneció en su silla junto a Julia, saludó a Agnes
amablemente y se presentó:
“Hola, mi nombre es Edgar”. Y sin más dilación continuó: “Si no es mucha molestia me gustaría saber
más sobre su profesión, su abuela me ha contado algunas historias, y se le
escapó, espero que no le importe, que era Usted periodista. Siempre me ha
interesado ese mundo. Por ejemplo, cómo descubrir historias enterradas en
secretos”.
Entablaron
conversación, y Agnes no se reservó un solo detalle sobre su decepcionante
vida.
Después de confesarse
durante 1 hora sin parar, Edgar se disculpó por tener que irse y agradeció la
sinceridad de la joven antes de desaparecer de nuevo por la puerta del jardín.
Durante algunos meses
Agnes no volvió a ver a Edgar cuando ésta visitaba a su abuela. Surgió en ella
curiosidad por ese hombre, al que no había dejado hablar, y quién había
escuchado pacientemente sus miserias. Empezó a preguntarse qué edad debía
tener, cómo fue de joven, qué le llevó a terminar en la residencia, y otros
interrogantes de similar índole.
El 27 de Mayo de 1997
Julia cumplía 90 años y Agnes no podía faltar a la cita. Entre otras cosas se
había apañado para hacer una tarta parecida a la que de pequeña preparaba su
abuela y, aunque sabía que no estaría igual de deliciosa, seguro que la
apreciaría.
Al entrar en el salón
de visitas apercibió que Edgar estaba allí.
Tras las habituales
liturgias de las fiestas de cumpleaños, Agnes se acercó a Edgar para saber más
de su vida. Sin apenas percatarse se habían alejado lo suficiente de las pocas
personas congregadas en aquella sala desguace atisbada de ancianos seniles que
reñían por comer un poco más de esos dulces gratuitos, como si no hubiera un
mañana, como recién salidos de una posguerra de hambruna. Los platos de
plástico rebosaban de comida, y que después se acabaría desperdiciando porque,
ya en su ancianidad, comían más por los ojos que por la boca. Y desde el centro
de la cual, de vez en cuando, la risa de Julia resonaba armoniosamente por las
paredes de papel pintado.
Pues bien, ya alejados
de ese bullicio, Edgar se presentó como una oportunidad para Agnes. Le comentó
que conocía una historia que podría revivir la carrera profesional de la
frustrada periodista.
El hombre confesó que
de joven era un hombre guapo que no pasaba desapercibido, la gente decía que
era simpático y social. Siempre solitario como ella, de casa bien y que había
heredado una buena suma de dinero, la cual le permitió no tener que trabajar en
su vida. Fue un secuestrador conocido por la prensa 30 años atrás, lo llamaron
el secuestrador persuasivo. Las secuestraba durante meses hasta fecundarlas, y
cuando un aborto ya no sería posible por el ya peligro de salud que podría
entrañar, las liberaba. Todas las mujeres raptadas afirmaron que, a pesar del
sexo no consentido, siempre las había tratado educadamente. Incluso algunas de
ellas, a través de la prensa, le pidieron que se mostrara aunque fuera de
incógnito porque deseaban volver a verle, víctimas de un enamoramiento por
síndrome de Estocolmo.
Agnes quedó atónita.
Solicitó permiso para retirarse, solamente le manaban palabras entrecortadas
por el nerviosismo. Se marchó sin siquiera despedirse de su estimada abuela.
Cuando llegó a casa
pudo tranquilizarse, se serenó y analizó todo lo que Edgar le había contado. A
pesar de la seriedad de la historia notó que su espíritu periodístico se
retorcía voceando de alegría. Y como buena profesional, antes de tomar la
decisión de publicarlo o denunciarlo antes las autoridades pertinentes, quiso
cerciorarse de la veracidad de la biografía. Y cuanto más se zambullía en
microfichas de periódicos de la época más acrecentaba su curiosidad, y cuanto
más pensaba en ello más ganas sentía de hablar de nuevo con Edgar.
No había pasado una
semana cuando Agnes llamó por teléfono a la residencia solicitando hablar con
Edgar. Concertaron una entrevista para el día siguiente. Agnes se tomó libre el
día entero para poder satisfacer por completo su curiosidad acerca de la
historia que Edgar le contó.
Era una mañana
despejada, de lo que iba a ser un día caluroso al sol y fresco a la sombra, de
esas jornadas traicioneras en que resulta fácil pescar un resfriado. A las
09:30h, puntual como siempre había sido, Agnes entraba por la puerta principal
de la residencia. La recepcionista le advirtió que Edgar estaba esperándola en
la biblioteca. Nada más llegar a esa sala repleta de libros, Edgar saludó
amablemente, se levantó, e hizo señales con la mano para que le siguiera hasta
el jardín, pues “hace una mañana
formidable” - se le intuyó decir.
Ya sentados en un
banco de madera, bajo el más frondoso madroño del jardín, pudo entretenerse
durante unos segundos, y con los ojos cerrados, jugando con la caricia de los
rayos solares entre las hojas. Esa mañana había un buen puñado de pájaros revoloteando animados entre las ramas, parecían parlotear entre ellos como si se explicaran qué bien está uno en su refugio. “Espabila”
– se aconsejó en su interior. Se desperezó totalmente y sacó del bolso cuaderno
y lápiz. Llevaba consigo casi media docena de lápices y un sacapuntas, la
crónica de Edgar le dio una chispa de esperanza, deseaba poder escribir
extensamente sobre ello.
Esto es lo que Edgar
relató: “De joven, muy pronto dejé de
creer en todo, Dios, Iglesia, familia, amor. Descubrí que lo que me educaron de
pequeño era todo mentira. La Iglesia, más allá de proveerme de paz, me
atemorizó, y después de todo lo que vi y padecí en esa escuela de hermanos, no
pude seguir creyendo en sus enseñanzas. Mi familia no supo darme cariño,
frívolamente lo basaban todo en lo material, no en vano acabó heredando una
buena suma de dinero. Y las pocas relaciones que pude tener de adolescente me
acabaron por desquiciar. Estaba frustrado en todos los aspectos de la vida. De
ahí que Dios no exista para mí.”
Edgar desarrolló y
detalló esos aspectos de juventud. A pesar de que Agnes le dedicaba su
atención, ansiaba el momento en que el relato le daría más sentido a lo que
podría ser su mejor y más sonada noticia. Tenía ese pensamiento arraigado en el
subconsciente.
Era casi mediodía
cuando Edgar solicitó un descanso. Tomaron unos zumos de naranja naturales, él,
aderezado con unas gotas de vodka que guardaba en una pequeña petaca del
chaleco, comieron unas aceitunas manzanilla y algunas pastas que Edgar dijo
haber sustraído del desayuno, y justo después fueron al restaurante adjunto a
la residencia a almorzar. Pasaron alrededor de 3 horas en que mantuvieron una
charla entretenida e incluso hubo instantes en que las carcajadas tomaron
protagonismo. Agnes se olvidó por unos momentos del motivo principal que la
condujo hacía la residencia, y se olvidó por completo de realizar una breve
visita a su abuela, quién no estaba en el acta del día.
Agnes se preguntó
entonces porqué le resultaba tan fácil y divertido hablar con Edgar cuando éste
le había comentado que fue un secuestrador. No se lo explicaba. No obstante,
nada más terminar el postre, terció el semblante e insistió con la entrevista.
Edgar no opuso resistencia en absoluto e ipso facto volvieron al mismo lugar
del jardín de la residencia, donde el sol seguía entrelazando sus haces de luz
con las sombras originadas por las hojas del madroño. El jardín estaba
completamente vacío, no quedaba ni un pájaro y todos los residentes parecían estar dormitando en sus
habitaciones, como si no hubiera nadie habitando entre esas gruesas paredes.
A Edgar le tornó más
severo el semblante al proseguir.
"¿Cuando me di cuenta que lo que más me excitaba sería secuestrar?" - lanzó la pregunta en voz alta, y continuó: "Conocí a una mujer en un bar, se llamaba Maya, era lindísima, y cuanto más hablaba con ella más me agradaba. Sin ser consciente de ello fue dándome detalles de su vida, dónde vivía, dónde trabajaba, esa clase de información inocente que sueles ofrecer a la gente cuando te resultan atentas y te preguntan por tus rutinas. Sentí un fuerte impulso de poseerla, algo que no había sentido antes". Se tomó unos segundos para tragar saliva. Agnes miro
fijamente cómo la nuez de Edgar se movía y volvió a posar su mirada en los ojos
de su interlocutor.
“Compré un terreno, no demasiado alejado de la ciudad, en 6 meses hice
levantar una casa en la cual habría un sótano amplio, que adecenté a modo de
celda, de la que no se puede uno escapar. Una vez terminada la obra, en los
siguientes días investigué sobre esa mujer y la espié durante 6 semanas más,
hasta estar seguro de que lo que estaba a punto de realizar no tendría fisuras
por las cuales podrían descubrirme y detenerme.” Agnes comenzaba a
sumergirse cada vez más en la historia. Edgar se dio cuenta de ello, por alguna
razón se alegró y sintió una especie de alivio.
“Una tarde de invierno, de esas en que el ocaso llega muy pronto y se
cierne una cerrada oscuridad que todo lo cubre, seguí a Maya hasta su
apartamento, sabía que vivía sola. Antes de girar la última esquina, en el
punto menos iluminado que pude encontrar, la agarré por detrás tapándole la
boca con un trapo humedecido en éter, y le inyecté un potente sedante. No creo
haberte mencionado que estudié la carrera de Farmacia, todos esos métodos me
resultan cotidianos.” Edgar se levantó, estiró un poco las entumecidas
piernas, y volvió a sentarse para continuar.
“La metí en el coche y me la llevé al terreno que te he comentado antes,
encerrándola en la celda. Ese aposento estaba separada en 3 habitáculos, 1
dormitorio con cama doble, baño con ducha, y una pequeña sala con una pantalla
de TV sin antena y vídeo VHS, nada de relojes o calendario, quería que perdiera
el concepto del tiempo. La comida se la proporcionaba yo. Durante los primeros
días casi no probó bocado, pero poco a poco, el instinto de supervivencia pudo
más que su voluntad. Procuraba darle conversación de vez en cuando desde el
otro lado de la puerta hasta que cogió algo más de confianza en su carcelero,
no me guardé información para mí, es decir, no le dije quién era exactamente,
pero sí qué iba a ocurrirle. Pasadas 2 semanas mezclé entre su comida un
medicamento que la dejó apenas sin sentido, momento que aproveché para colarme
en la celda y susurrarle al oído lo maravillosa que era mientras aprovechaba la
ocasión para fornicar con ella. Yo llevaba una máscara para evitar que pudiera
reconocerme.
Esto mismo ocurrió en tantos días alternos, hasta que una
mañana me pidió que no la drogara más, que accedía y aceptaba las cópulas a
cambio de poder hablar conmigo más a menudo. Seguí llevando la máscara, pero ya
no hizo falta sedarla más. Pasados 4 meses desde que la rapté y la encerré,
confesó que creía estar embarazada pues hacía tiempo que no menstruaba. Realizadas
las pertinentes pruebas, el fallo positivo reveló el estado de gracia.
Al quinto mes de embarazo la liberé en un suburbio, alejado de
dónde había estado en cautividad, y no quise saber nada más de ella. Hasta ese
momento no pensé jamás en tener descendencia, pero algo cambió. Ese hecho
engendró en mi interior una predisposición a transferir mis genes a una futura
generación. Tenía un nuevo objetivo en mi vida, tener descendencia, la máxima
posible, incluso a pesar de hacerlo de maneras poco nobles.”
Se había consumido
casi toda la tarde, Edgar empezaba a mostrar síntomas de cansancio. Era martes,
se disculpó y la encomendó a seguir con la entrevista el siguiente lunes. Y
aunque la periodista dudó, ansiosa de cerrar cuanto antes este capítulo, aceptó
amablemente.
Al siguiente lunes por
la mañana, Agnes se había levantado con malestar general, creía que debía estar
incubando la gripe o algo parecido. Igualmente fue a la residencia donde había
quedado con Edgar y siguieron hablando hasta llegar al almuerzo, tal y como
pasó con Maya, le contó a Agnes lo que padecieron otras 24 mujeres. Entonces,
su nuevo amigo le confesó que era el director de la residencia y la invitó a
almorzar en su despacho, un piso más abajo de la planta noble.
Acabó por sentenciar:
“Calculo que debo tener 24 hijos
desperdigados por el mundo, aunque, siempre existe la posibilidad de que haya
más. Ahora, solo me queda una cosa por hacer, un último descendiente.” Y
dicho esto, Agnes empezó a sentirse mareada, hasta tal punto que perdió el
conocimiento.
Se despertó en una
cama desconocida, sentía náuseas y se dirigió al baño en suite que tenía esa
habitación. Vomitó. Cuando salió del baño se acercó a la única puerta que
advirtió, pudo percatarse que estaba cerrada, empezó a fijarse en la habitación,
no tenía ventanas, no había reloj, ni calendario... Era, como decirlo, tal y
como había descrito Edgar en sus relatos. Empezó a reír nerviosamente, entendió
tras darle muchas vueltas que, la casa que hizo construir Edgar debía ser la
actual residencia, y ella misma, la última víctima del secuestrador persuasivo.